Ofrecemos el testimonio de la Madre Inés de S. Alfonso, en recuerdo de la muerte de nuestro fundador
El 8 de septiembre hacemos memoria agradecida de la Vida y Muerte de nuestro Fundador, José María Benito Serra, Monje Benedictino, Misionero y Obispo en Australia, quien cooperó con Antonia M. de la Misericordia para fundar la Congregación de Hermanas Oblatas del Santísimo Redentor.
El Padre Serra fallecía el 8 de septiembre de 1886 en Benicasim (Castellón, España). Hoy la familia oblata da continuidad a su sensibilidad social, su talante audaz y su espíritu evangelizador, comprometiéndose para que muchas mujeres sigan encontrando una puerta abierta.
En esta efeméride, gracias al testimonio de Madre Inés de San Alfonso, Superiora de la Comunidad de Benicasim en esta época, nos acercamos un poco más a los últimos días Padre Serra, en el Monasterio Benedictino del Desierto de Las Palmas, lugar donde falleció.
“Cuatro días antes de morir subió la Superiora con otra Hermana al Desierto de las Palmas y el Padre le dijo que ya no le verían más, que pronto se moriría, pues se encontraba muy mal. La Superiora le contestó, que no dijera aquello pues les daba mucha pena, a lo que nuestro Padre añadió: ‘Aquí ya nada puedo hacer porque soy viejo y enfermo y no las puedo ayudar, y desde el cielo sí que podré ayudarles en todas sus necesidades a todas las de la Congregación’”.
Natividad de la Virgen María
El 8 de septiembre, la Iglesia Católica celebra la Fiesta de la Natividad de la bienaventurada Virgen María. Y curiosamente, este fue uno deseo del Padre Serra antes de morir, según relata Madre Inés: “Hace mucho tiempo que todo lo que hago, los rezos, la santa Misa que celebro, y cuanto puedo hacer se lo ofrezco a la Santísima Virgen para que me ampare, y sea Ella la que me lleve al cielo en una de sus festividades”, confesó el Padre a la Superiora y la otra Hermana.
Al oír las aclamaciones y sollozos de sus hijas, el Padre Serra les dijo: “Como dentro del convento no pueden entrar, me pondrán aquí donde estamos para que mis hijas puedan verme, rezarme y besar el anillo”. Al despedirlas bendijo a la Superiora y en ella extendió su bendición a todas sus hijas.
“A los dos días de nuestra última visita (o sea el 6 de septiembre) el Sr. Obispo celebró la santa Misa; después el Superior le encontró en tan mal estado que le propuso llamar al médico, pero el enfermo no aceptó”, recuerda Inés.
Enterada la Superiora de la gravedad del enfermo fue enseguida a avisar a otro facultativo, sobrino del presbítero ya citado D. Vicente Tarancón, Señor Mingarro, que llegó al convento al anochecer. Ambos médicos estaban de perfecto acuerdo sobre la gravedad del enfermo y mandaron que lo sacramentaran.
Última comunión en vida
La Madre Inés narra la última vez que el Padre Serra comulgó en vida: “A las doce de la noche al oír el enfermo la campanilla que le anunciaba la llegada del santo viático quiso recibirlo de rodillas diciendo: ‘El Señor viene aquí y yo le voy a recibir acostado?’. Más el Superior viendo que la acción acompañaba a las palabras, lo impidió diciendo: obedezca y acuéstese que no está para recibirlo de otra manera, a lo que contesto: ‘Aquí estoy, mande cuanto quiera’, dejándose caer en el lecho, y así como se le había ordenado recibió los últimos sacramentos, uniéndose con gran fervor y por última vez en la tierra a aquel Señor, aquel Dios tres veces santo en quién tenía sus delicias, y a quien había consagrado todos los instantes de su vida y todos los movimientos de su alma purísima”.
Acompañado por los Padres Carmelitas
“El presbítero Sr. Tarancón y su sobrino el facultativo Mingarro, acompañados de Padres Carmelitas recibieron el último suspiro de aquel Padre tan amado aquella misma tarde, o sea el 8 de septiembre de 1886, a la hora en que los hijos del Carmelo entonaban en el coro el Magníficat.
La Superiora marchó de allí con el alma traspasada de dolor a poner telegramas a todas las casas del instituto dando la triste noticia del fallecimiento.
Al día siguiente subió la mayor parte de la Comunidad de Hermanas y Acogidas de Benicasim, a la que esperaba uno de los religiosos para celebrar el santo Sacrificio de la Misa”.
“Allí pasaron todo el día hasta que llegó el tristísimo momento de darle sepultura”, recuerda Madre Inés. “No es posible describir lo que pasaba por el alma de sus hijas, al considerar que ya no tenían ni el doloroso consuelo de poder ver, ni aún los restos de su inolvidable Padre”.
“El presbítero D. Vicente Tarancón que no se separó de nuestro Padre, desde que supo la suprema gravedad hasta que le dieron sepultura, me contó, que en seguida de expirar el Sr. Obispo y colocado en el ataúd, lo trasladaron a la iglesia, encendiendo cuantas arañas había y luces pudieron colocar, de modo que estaba profusamente iluminada hasta parecer un ascua de rojo; cantaron el oficio de difuntos y al amanecer le hicieron solemnes funerales; así es que al llegar nosotras al Desierto, ya se habían ofrecido las primeras Misas por su alma”.